Cada verano cometo el error de entrar en el agujero de gusano de las historias de Instagram y empaparme de las vacaciones de otras. Las que más se quejan se pasan dos meses dando vueltas por el país y el mes que queda por el extranjero. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo coño lo hacen? Las dos únicas veces que pude estar casi un mes de vacaciones fue porque me dijeron: «Mi casa es tu casa», y yo respondí: «Pues voy con dos maletas». Pero me da que esto no es cuestión de tener amigos internacionales ni de administrarse bien el dinero. Hay algo ahí que a mi mentalidad obrera no le entra.
Quitemos de la lista a los que vuelven a sus ciudades porque tuvieron que buscarse la vida fuera. Las visitas a los suegros. Los viajes por trabajo. Quedaría entonces lo que se hace meramente por placer y no por cumplir, y en ese caso cualquiera diría que no se puede estar de vacaciones sin viajar. En tu casa, tranquilita, sin hacer nada o leyendo en tu sofá. ¿Por qué de repente tanto FOMO, tanto MOMO, tanto YOLO?
«El viajero ve lo que ve. El turista ve lo que ha venido a ver»
G.K. Chesterton
El artículo The case against travel de Agnes Callard, que publicó el verano pasado The New Yorker, dice cosas tremendamente acertadas y otras tantas que hace falta que nos recuerden, como que si vas a ver algo que no valoras ni aspiras a valorar, no estás haciendo gran cosa más que moverte.
Tengo la impresión de que no existe rincón en el mundo que no esté sobresaturado y no imagino una situación de disfrute en esas circunstancias. Muchas veces se aprecia que efectivamente un porcentaje muy pequeño va a valorar algo y otro enorme simplemente ha decidido huir a un destino que no le va a aportar una mierda. «¡Todos tenemos derecho!». Hombre, faltaría más, pero a mi parecer es como el que va al cine y se pasa toda la película con el móvil, comiendo cosas crujientes. En realidad no quería verla, pero sentía que debía hacerlo (o le arrastraron a ello).
El Museo del Louvre tiene cinco plantas, tres alas entrelazadas y unas 35.000 obras expuestas. Lo ideal sería dedicarle unas cuatro horas para verlo en su totalidad sin que te de una bajada de tensión pero, ¿cuántas personas cederían ese tiempo al arte cuando los viajes son tan cortos? Solo aquellas que en realidad están interesadas. Para las demás, los planos de los museos incluyen lo más destacable (a su criterio) de cada sala. Y así fue cómo visité por segunda vez el Louvre, con una de mis amigas que quiso ir a tocar pared. Venga que la Venus de Milo está en la sala 0. ¿En qué parte de la sala 2 está La Bañista? En la sala 1 nos quedamos un poquito más que está La Libertad guiando al pueblo, El escriba sentado, El ángel sin cabeza ni brazos y La Gioconda que por cierto, qué pequeña es, ¿no?
Mi amiga podría haber prescindido de echar la mañana en uno de los museos más grandes del mundo pero para ella, sin visitarlo, no habría hecho bien su viaje a París. Ocupamos un valiosísimo espacio sumándonos a los 40.000 visitantes diarios.
Estos son los carteles que se encuentran en las farolas y paredes más amplias de mi barrio y alrededores. Me atrapa cada detalle en ellos, desde lo que venden hasta cómo lo venden y afloran en mí esos años que dediqué a la publicidad.
Son viajes honestos que no ofrecen nada más que lo que está en el apartado incluye, dejando poco espacio al azar. Reserva esta excursión de un día en la que te llevamos, te damos de comer y te traemos de vuelta. Dos días en un hotel con piscina como la que no tienes. Paseo en catamarán con tapita de gambas y su copita de manzanilla. Visita una auténtica colonia británica. Garantía de viajes Pepe y Manolo.
Yo no he vivido eso de ir de campamento o a las colonias y mis padres no eran viajeros, así que hasta los 16 años no pasé parte de un verano fuera de mi ciudad. Estuve quince días de agosto en Madrid, en casa de una amiga que hice gracias al intercambio de cartas de Súper Pop y cuya amistad aún dura y no gracias a mi rapidez de respuesta en Whatsapp. Aquel verano en Vallecas fue maravilloso: todo me parecía atrayente, nuevo y distinto. Era la primera vez que subía a un metro, visitaba un parque de atracciones, un cine muy grande, un Rodilla y un Eroski. Volví a Sevilla con la sensación de que había visto el futuro y la gente de mi entorno me trataba como si fuera una cosmopolita. Ese verano podía haber estado publicitado en los carteles de mi barrio, pero resultó una experiencia transformadora de la que hablé durante años.
«¡Ah, que viajen los que no existen! Para quien no es nada, como un río, el correr debe ser vida. Pero a los que piensan y sienten, a los que están despiertos, la horrorosa histeria de los trenes, de los automóviles, de los navíos, no les deja dormir ni despertar»
Fernando Pessoa
En 2007, vino de turismo a Sevilla la abuela de una buena amiga que también andaba por la ciudad. Esta abuela era francesa y nos esperaba sentada en una cervecería centenaria, a los pies de La Giralda. Cuando llegamos, vimos que un camarero discutía amablemente con ella acerca de la carta y al oírme, me dijo: «Explícaselo tú, anda». La cuestión era tan sencilla como que la abuela quería comer paella y el camarero le decía que en Sevilla no hacemos paella. A continuación, le cantaba uno tras otro los mejores platos de nuestra gastronomía, gritándole un poco por aquello de la diferencia idiomática, en un intento porque desistiera y le diera una oportunidad al gazpacho y los garbanzos con espinacas. La determinación de ese camarero era mucho mayor que sus ganas de contentar al turista. Él no quería que esa señora regresara a Francia con una idea errónea de la ciudad que había pisado y sentía que debía ofrecerle lo más chipendi lerén de ella. Pienso mucho en este momento cuando se hace evidente la bajada de brazos de una ciudad frente al turismo, porque para mí el objetivo de viajar no solo está en escapar de la rutina y lo cotidiano, sino aprender algo aunque sea mínimo. ¿Aquí qué se come? ¿Aquí qué se hace?
Ahora cuesta pensar en viajar a un lugar donde no estés molestando y para esas personas que le ponemos a la vida tremendos cortapisas morales y éticos, se hace bastante complicado. La primera vez que tuve ese sentimiento fue hace cuatro fin de años. Mi perrito Panchi, siendo muy anciano, sufría ataques de pánico por el sonido de los petardos y cohetes. Ni la medicación calmaba su estado, así que marchábamos de la ciudad hacia el lugar más vacío que conocíamos, hasta que cesara el ruido. Ese ritual lo llevamos a cabo unos tres años seguidos y mi perrito fue infinitamente feliz allí donde solo estábamos nosotros, sus ronquidos y unos cuantos grillos. El último año que fuimos empecé a escuchar petardos bien entrada la noche. Uno tras otro, ¡pum! y otra vez ¡pum! Petardos de los gordos. A aquel sitio tan aislado de todo que ni cobertura había, llegaron un puto niño y sus putos padres tras viajar mil kilómetros y decidieron joder con su presencia a los tres únicos seres que lo habitaban. Fue lo último que hicieron.
Cosillas
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Si viajas de candadito o tienes alquilados pisos con llave dentro de candaditos, deja de seguirme, por favor.
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Sintra era un lugar maravilloso al que podíamos escapar sin molestar a nadie. Ahora está lleno de tuk-tuks y andan hasta el coño de los españoles.
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David se ha pasado todo el verano denunciando en Twitter este tipo de acciones y cada día supera al anterior.
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Tiene que haber alguien debajo para sostener un macrofestival y por cualquier cosa siempre les toca a los mismos.
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Este artículo de Anna Pacheco donde se habla de las líneas a trazar para que ir en contra del turismo no se convierta en otra cosa.
🧟♀️
Una vecina de La Puebla del Río acababa de ver el último capítulo de The Walking Dead y no pudo más que compararlo con la situación que vive su pueblo.
❤️ Un abrazo, Nazaret.
Da un poco de miedo
Simplemente una carta perfecta <3