Era el cuarto más pequeño de la casa y sin duda el más recargado. Mi padre decidió instalarse en esa habitación, ponerle moqueta blanca como si fuera inglés, pintar un stencil de Chaplin tras la puerta y convertirlo en su estudio-taller. Allí soldaba las sirenas de atracciones de feria que construía al terminar su trabajo en los astilleros. La discoteca, llamaba a esa estancia que también contaba con lámpara de cristales, tocadiscos y una emisora de radio. Cuando comencé a dormir sola se convirtió en mi habitación y lo único que permaneció de todo aquello fue el dibujo de Chaplin.
Las paredes repletas de pósters de revistas apenas dejaban ver el color amarillo limón que yo no escogí, como tampoco el color gris de los cuatro muebles. Sin duda esa elección cromática tuvo que ser idea de mi padre, siempre atrevido en sus decisiones: casado de blanco, con pelo ahuecado y pantalón de campana.
Mi cuarto era mi templo y como tal me preocupaba porque tuviera lo necesario para superar la adolescencia. Por ejemplo, una tele de tubo de 13 pulgadas como la de mi mejor amiga y que solamente cabía encima del ropero. Mis pósters eran de Backstreet Boys, pero mis gustos musicales serían cualquiera que entrara en la lista VIVA Top 100. Spice Girls, The Prodigy, Rammstein, No Doubt, DJ Bobo, Ginuwine, The Fugees: se agitan bien fuerte y se obtiene una personalidad desquiciada. Mola Adebisi, el presentador estrella de ese canal alemán, era un miembro más de mi familia y cuando todos se despedían con adiós, yo decía tschüss. Mis bendiciones a los piratas del vídeo comunitario.
Siempre fui una niña que no dejaba de soñar pero constantemente muerta de sueño. No tengo recuerdos de haber dormido bien en mi vida y cada noche se generaba un nuevo trauma que me impedía hacerlo. Los primeros años en ese dormitorio me metía en la cama arropada por el pánico que me producían los juegos de luces del dosel estrellado de Barbie. Fue lo primero y último que tuve de esa muñeca.
A mi madre le obsesionaba tener abiertas todas las puertas de la casa como si fuera un gato, incluso la del baño si de pipí se trataba. Las noches sonaban a los enormes ronquidos de mi padre, a la vejiga pequeña de mi madre y a la somniloquia de mi hermano intercalados con el muelle de la cortinilla de Hora 25 y el movimiento del péndulo del reloj de pared del salón. Hay campanarios que suenan con menos potencia que aquella con la que marcaba las horas el pequeño hombrecillo que habitaba ese enorme reloj de madera. Mis padres y los cuatro abuelos tenían uno y además heredamos el de nuestra vecina tras su muerte, para que jamás cesara la intensidad del paso del tiempo en nuestras vidas.
Las golondrinas que anidaban en el hueco del aire acondicionado, dormían. Los murciélagos que vivían en el tambor de la persiana, dormían. El demonio que me visitaba de vez en cuando durante la parálisis del sueño, también dormía. La única incapaz de conciliar el sueño era yo, que me quedaba mirando fijamente la pared esperando al silencio.
Vivíamos en el piso más alto del bloque y las ranuras de la persiana creaban una cámara oscura en el techo de mi habitación. Una vez entendí lo que sucedía, me gustaba fantasear con la idea de que si ese efecto óptico me dejaba acceder a la plazoleta y los aparcamientos, quizá algún vecino tenía otra perspectiva de las vidas de estas Polly Pockets que se colaban cada noche en las nuestras. Podía observar con perfecta definición cómo aparcaban y lo torpes que eran algunos. ≪Mételo de culo≫, pensaba al verlos maniobrar.
Aunque esa plazoleta no tenía mucho movimiento durante la madrugada, a veces te regalaba momentos como el de aquel miserable que fue a buscar a su mujer escopeta en mano o la llegada de unos tunos que cantaron Clavelito a la chica del Bloque 14, segundo A. Algo que habría sido tremendamente ridículo (aún más) si la chica viviese más allá de un cuarto piso. Pensadlo. Al finalizar Cielito lindo, el tuno que bailaba la bandera le pidió la mano y ella aceptó entre los emocionados aplausos de unos vecinos hechizados por tremenda vergüenza ajena. Pude verlo todo en el techo, tumbada en mi cama.
Cosillas
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‘Fantastic Machine’ es un documental sobre el uso de la cámara a lo largo de la historia desde su invención. No es que sea la leche, pero tiene puntos muy interesantes.
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La gatera de Pépito registra las entradas y salidas del gatito desde hace unos años. Ahora su humano le puso una pantalla para que Pépito pueda leer los tweets de preocupación de gente de todas partes del mundo.
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Hace 15 años vi esta foto de mi amiga Julia Bereciartu y me llamó mucho la atención lo bien que le había salido a pesar de lo mierder del film que usó (y que aún tengo en el frigo).
👦🏼
‘Samuel’ es una serie animada de Émilie Tronche en la que nos introducimos en el diario de un niño de 10 años adorable y fresco. Me quedaría a vivir en cada fotograma. No puedo recomendarla más veces ni con más fuerza.
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Es época de cría y las cámaras del SEO Bird están más animadas que nunca, aunque las cigüeñas de Madrigal de las Altas Torres nos están haciendo perder años de vida.
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Mon Magán tiene un tutorial de lo más completo sobre fotografía estenopeica. Te enseña desde hacer tu propia pin-hole a una cámara oscura, revelar en papel, fotografiar con móvil y mil cosas relacionadas.
❤️ Abracito gordo, Nazaret.
Buenísimo, mi favorito hasta ahora.
Qué bonito escribes, jodía.